EL FIN DE UN IMPERIO

Introducción

Este capítulo final de la que damos en llamar «Conquista de Mexico» lo dividiremos en tres subgrupos.

La Campaña de Tepeaca.

Los colaboradores necesarios.

La caída de Tenochtitlan.

Quiero aprovechar esta introducción para reivindicar el término «Conquista» frente al de «Invasión» que es el preferido de las corrientes indigenistas. Empiezo por afirmar que primero de todo me parece una discusión de esas que tanto gustaban en Bizancio. En cualquier caso yo entiendo invasión como la entrada en territorio extranjero de una fuerza militar de proporciones abrumadoras en lo numérico y en lo armamentístico, aceptando que toda invasión lleva en si misma el propósito de una conquista. Una conquista por el contrario, no exige obligatoriamente una desproporción de fuerzas a favor del conquistador. véase la conquista árabe en la Spania visigoda. No más de siete mil bereberes rompieron las estructuras sociales, políticas y religiosas de una población de algunos millones de hispanorromanos y de unos cuantos cientos de miles de hispanogodos. La imagen de quinientos españoles invadiendo el Anahuac de millones de habitantes, (o de Pizarro el Tawantisuyo, que veremos) resulta casi ridícula. Sin embargo, los antecedentes históricos de todo tipo permiten hablar perfectamente, y en los dos casos, de Conquista.

En cualquier caso, ya se dijo: discusión bizantina.

La campaña de Tepeaca.

Una vez que las muy agotadas fuerzas de las huestes cortesinas llegaron a Tlaxcala y, a pesar de los temores y las reticencias de  Xicoténtal el joven, (que siempre se opuso a la presencia de los españoles) fueron bien recibidos  sin que la alianza hispano tlaxcalteca se viera resentida.

 Allí, malheridos y diezmados, pudieron reponer fuerzas gracias a sus antiguos aliados. Pero Cortés sabía que no podía permitirse la inmovilidad: la retirada podía parecer una derrota, y la alianza con los tlaxcaltecas peligraba si no demostraba que todavía era capaz de pasar a la ofensiva.

Por ello, apenas reorganizadas sus tropas, Cortés inició una campaña relámpago en la región de Tepeaca, al sureste del valle de Puebla. Su objetivo era triple: castigar a los aliados de los mexicas que habían tomado parte en su persecución, consolidar el control de una zona estratégica para futuras operaciones militares, y sobre todo enviar un mensaje claro: los españoles no estaban derrotados.

La campaña fue dura, y Cortés se mostró más implacable que en ocasiones anteriores. Hasta ese momento —con la excepción de la matanza de Cholula— había intentado presentarse como un conquistador moderado, que buscaba alianzas más que sometimientos violentos. Sin embargo, en Tepeaca cambió de táctica: recurrió al terror como herramienta psicológica. Ordenó ejecuciones, destruyó poblados y castigó duramente cualquier forma de resistencia. Era una forma de desmoralizar a los mexicas y a sus aliados antes del asalto final a Tenochtitlan.

En Tepeaca fundó además una villa con el nombre de Segura de la Frontera, cargada de simbolismo. No solo aseguraba el paso hacia la capital mexica, sino que servía como baluarte militar y político desde el cual organizar la ofensiva definitiva.

Durante esta campaña, Cortés consolidó su autoridad también desde el punto de vista legal: ordenó la redacción de documentos en los que se justificaba tras la Noche Triste, culpando a Narváez y sus hombres de la crisis vivida, e invocando la legalidad de su mando.

Pero más allá de los combates, la campaña de Tepeaca fue una operación de recuperación del prestigio perdido. Cortés necesitaba demostrar a sus aliados indígenas que seguía siendo una fuerza a tener en cuenta. Y al mismo tiempo, enviaba un mensaje a Tenochtitlan: el enemigo seguía en pie, y cada vez estaba mejor preparado.

La región de Tepeaca quedaría así asegurada como base de operaciones. Desde allí, Cortés empezaría a planear con determinación su regreso a Tenochtitlan, esta vez con una estrategia clara: asediar la ciudad por tierra y por agua hasta forzar su rendición definitiva.

Dos colaboradores necesarios.

Es de todos conocida la importancia de Malitzin (la Doña Marina de los españoles o la mal llamada malinche), que hizo algo más que traducir, sino que legó a interpretar, a comprender los inevitables matices de los idiomas en los que se desarrollaba la acción. 

Igualmente todos entienden el papel protagónico de tlaxcaltecas o de totonacas (y otros), sin los cuales la derrota tenocha hubiera sido una quimera inalcanzable.

Un carpintero llamado Martín López.

En este capítulo se indica ya la presencia del sevillano Martín López y como construyó bergantines  que sirvieron a los españoles para navegar y explorar el lago Texcoco, amén de constituir un seguro militar para escapar en el caso, bien probable, de que los mexicas levantaran los puentes haciendo imposible la salida de la ciudad.

Es muy llamativa la pregunta que hizo Cortés a sus subordinados en plena catástrofe de la «noche triste» de que si Martín López había sobrevivido. Con toda seguridad estaba pensando ya en la forma en la que habría de retomar la urbe mexica.

Porque en la vasta trama de la conquista de México, donde suelen brillar los nombres de capitanes y reyes indígenas, hay figuras en la sombra cuya labor fue determinante. Tal es el caso de Martín López, carpintero de oficio, hombre de ingenio y resolución, cuya contribución técnica tuvo un peso estratégico que muy pocos han sabido valorar en su justa medida.

Tras la retirada de la Noche Triste y la recuperación en Tlaxcala, Hernán Cortés comprendió que una nueva entrada a Tenochtitlan debía contar con un dominio del agua: la ciudad mexica, situada en el centro del lago, seguía siendo prácticamente inaccesible si no se controlaban los canales y se cortaban sus líneas de abastecimiento. Fue entonces cuando surgió la idea audaz de construir bergantines —barcos ligeros, armados y desmontables— que pudieran maniobrar por las aguas del lago y romper el cerco natural que protegía a la capital mexica.

La mente detrás de esa empresa fue Martín López, quien no solo diseñó y dirigió la construcción de los bergantines, sino que además los montó, pieza a pieza, en los propios astilleros improvisados de Tlaxcala.

El río que pasa por Tlaxcala y que fue utilizado para probar los bergantines construidos por Martín López antes de ser desmontados y transportados a Texcoco es el río Zahuapan.

Este río es un afluente del río Atoyac y atraviesa la ciudad de Tlaxcala. Aunque no es un río caudaloso, fue suficiente para las pruebas básicas de flotación y navegación de las embarcaciones antes de ser trasladadas por tierra hasta el lago de Texcoco, donde se rearmaron para el asalto final a Tenochtitlan.

Su habilidad como carpintero y su capacidad organizativa hicieron posible que, en medio de una campaña militar, se llevara a cabo un proyecto logístico de gran complejidad. La sola idea de transportar a lomos de hombres y bestias los componentes de las embarcaciones desde Tlaxcala hasta el lago de Texcoco ya nos habla de una hazaña técnica colosal.

Cuando los bergantines entraron en acción, el equilibrio militar cambió drásticamente. Por primera vez, los mexicas se vieron enfrentados a una flota que cortaba sus líneas por agua, asaltaba sus chinampas, bloqueaba sus movimientos y facilitaba el avance de los aliados indígenas por las calzadas. La superioridad técnica de los españoles, que hasta entonces había estado en manos de arcabuceros y jinetes, se extendió también al dominio del entorno lacustre. Y en ello, Martín López fue el arquitecto invisible.

Pocos hombres sin espada han tenido un papel tan decisivo en una batalla. Su nombre no figura entre los grandes conquistadores, pero sin su ingenio, la conquista misma hubiera tomado un rumbo muy diferente. Martín López representa esa otra cara del éxito militar: la de la técnica, el conocimiento práctico y la logística bien pensada. Un carpintero sevillano que, sin pretenderlo, cambió el curso de la historia.

Una biografía de este personaje tan desconocido como esencial

El aliado invisible, la viruela.

Un aliado invisible: la viruela

Mientras Hernán Cortés preparaba con cuidado su regreso a Tenochtitlan, un aliado inesperado y terrible se abría paso silenciosamente entre los pueblos del altiplano. No llevaba armadura ni espada, pero causó más muertes que cualquier ejército: era la viruela, enfermedad desconocida en el mundo indígena y devastadora en sus efectos.

Se cree que el primer brote llegó con uno de los hombres de la expedición de Pánfilo de Narváez, probablemente un esclavo africano que enfermó poco después del desembarco en Veracruz. Sin que nadie pudiera preverlo, ese cuerpo febril fue la chispa de una tragedia que cambiaría el curso de la historia.

Desde la costa, la epidemia se extendió rápidamente por caminos comerciales y rutas de comunicación. Afectó primero a pueblos aliados y enemigos por igual, pero cuando alcanzó Tenochtitlan, en pleno proceso de reorganización bajo el mando de Cuitláhuac —el sucesor de Moctezuma—, la situación se tornó crítica. La densidad de población, el hacinamiento y la falta de defensas inmunológicas hicieron de la ciudad un campo de muerte.

La viruela no solo diezmó la población, sino que sembró el caos. Familias enteras desaparecieron, los mercados quedaron vacíos, los templos sin sacerdotes, las canoas sin remeros. Incluso el propio Cuitláhuac murió víctima de la enfermedad tras apenas ochenta días de gobierno, sumiendo al imperio mexica en una nueva crisis de liderazgo. En su lugar fue nombrado Cuauhtémoc, joven y valiente, pero obligado a asumir el poder en medio del desastre.

Además del sufrimiento físico y las pérdidas humanas, la viruela rompió rutinas ancestrales que garantizaban la subsistencia. La enfermedad golpeó sin distinción a hombres y mujeres, pero el efecto colateral más insidioso fue el hambre: al morir muchas mujeres —principales encargadas de preparar los alimentos—, los hombres supervivientes, por razones culturales y de prestigio, no asumieron esas tareas consideradas indignas de su condición. Como señala Hugh Thomas, en una sociedad donde a un hombre le resultaba inconcebible preparar el maíz o cocinar, la muerte de las mujeres agravó la hambruna. El alimento escaseó no solo por falta de cosechas, sino porque faltaban manos —y disposición— para convertirlo en sustento.

El impacto psicológico fue igualmente profundo. Para muchos pueblos mesoamericanos, la enfermedad era vista como castigo divino. ¿Cómo entender un mal que atacaba sin rostro, sin combate, y que parecía favorecer a los invasores?

Cortés, por su parte, no fue del todo consciente al principio del alcance de esta epidemia. Pero con el tiempo comprendió que la viruela había debilitado el poder mexica desde dentro. Cuando por fin lanzó el asedio definitivo sobre Tenochtitlan, se encontró con una ciudad erosionada no solo por la guerra, sino por el hambre, el miedo… y la enfermedad.

Así, sin proponérselo, los españoles contaron con una aliada silenciosa y mortal que allanó su camino. La viruela, introducida casi por accidente, se convirtió en una de las armas más decisivas de la conquista.